Desde su adolescencia, Cleopatra causó sensación por su gran cultura y su irresistible atractivo personal. Fue con esas armas como logró seducir a Julio César, que a su llegada a Egipto la repuso en el trono.
Cleopatra —cuyo nombre significa “gloria de su padre”— nació durante el invierno del 69 al 68 a.C. en la capital de Egipto, Alejandría.
Tras la muerte de Alejandro Magno, sus generales se repartieron el inmenso imperio que él había reunido; Ptolomeo Lagos adquirió el territorio de Egipto, nombrándose faraón e iniciando la dinastía lágida, época que se conoce con el nombre de ptolemaica. Sus sucesores gobernaron Egipto concediendo poca atención a la milenaria cultura faraónica, mientras Roma dominaba el Mediterráneo. En un periodo de suma inestabilidad, los egipcios entronaron a Ptolomeo XII, hijo ilegítimo de Ptolomeo IX, que se casó con su hermana Cleopatra VI Trifena y tuvo con ella tres hijas. Una de ellas, Cleopatra VII, se convertiría en la futura reina de Egipto.
Ptolomeo XII, famoso por su afición a fiestas y a banquetes —se ganó el sobrenombre de Auletes (el flautista)—, gestionó el país de manera desastrosa y fue expulsado por los alejandrinos. El imperio recayó en manos de su esposa Cleopatra VI (57 a.C.), y a la muerte de esta, su hija Berenice —hermana de Cleopatra VII— se convirtió en la sucesora. Pero sobre ella también se cernió un destino fatídico: se esposó con Arquelao, gobernante de Asia Menor, un imperio vecino y poderoso que era visto con recelo por parte de Roma. Ptolomeo XII, subordinado al imperio de Roma, derrotó a las tropas de su propia hija, yal entrar en Alejandría, ordenó ejecutarla acusada de traición. Así, Cleopatra asumió el trono de Egipto. La joven faraona, que amaba la historia de su país, podía hablar y leer la lengua faraónica, uno de los motivos por el cual se granjeó el reconocimiento de sus súbditos egipcios.
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